EL SOL

Qué impotencia debían sentir los antiguos, pensó mientras contemplaba el mar, un mar limpio y todo horizonte, inabarcable desde donde se encontraba. Caminó vacilante hacia adelante mirando al frente, dejando sus huellas en la arena de la playa.

Era una visión de un azul apabullante y la línea del mar a lo lejos se percibía casi como una gran línea curva desde donde se encontraba. Se dijo que era normal que los antiguos sacaran leyendas y misterios de donde sólo se podían sacar leyendas y misterios. Es horrible no tener el control de lo que pasa, se dijo. Los antiguos no sabían qué había más allá del mar, ni la mecánica de sus fenómenos. Más allá del mar estaba lo desconocido, y del desconocimiento nace el miedo; y el miedo es lo peor que podemos llegar a sentir. Incluso peor que la tristeza, se dijo. Por eso es bueno disponer siempre de un mapa de todo lo que nos rodea, de todo lo que nos ocurre, continuó pensando, penalizándose al mismo tiempo sabedora de que, desgraciadamente, aún disponiendo de ese mapa, hay veces que tampoco tenemos el control. Qué impotencia, qué búsqueda sin sentido. Poco hemos avanzado con respecto a los antiguos, concluyó con una mueca de resignación.

Siguió caminando hacia adelante. Se deshizo allí mismo del bañador y su cuerpo desnudo comenzó a chocar contra la espuma del agua que venía hacia ella con la fuerza de una olas inusualmente agitadas en esa playa. Como inusual en ella fue el acto de quitarse el bañador. Hoy hay algo que me empuja a ello, se dijo, mientras de manera inconsciene sus ojos buscaban algo que no alcanzaron a encontrar. Avanzaba despacio mirando los trenes de ondas que la comenzaban a bañar, a clavarse con su frialdad como pequeños alfileres por todo el cuerpo. Miró hacia atrás y vio que la espuma blanca hacía desaparecer las huellas que había dejado en la arena, borrando para siempre el camino andado. Qué bien, pensó, al menos mis huellas quedan atrás. Pero no, se dijo, nunca nada queda atrás. Y luego sintió lástima de sí misma por haber tenido un pensamiento tan inocente como ése. La experiencia vivida y los años transcurridos le hacían ver, de una manera clara y meridiana, que ninguna ola puede borrar las huellas del camino que hemos andado ni, por supuesto, las huellas profundas de la culpa. Lo que hemos hecho quedará ahí para siempre. Pensó entonces en que quizás su inocencia albergaba nuevas posibilidades, nuevos caminos por explorar, pero deshizo rápidamente ese pensamiento. Nunca nada queda atrás.

Miró al frente y observó otra espuma, pero esta vez la de las olas que se le acercaban. Le recordó a un cuadro de algún artista japonés que había visto hace algún tiempo. Era un cuadro que tenía varios siglos. Los antiguos, volvió a pensar. En el cuadro aparecían unas olas muy grandes y, en medio de ellas, unas barcazas con diminutos marineros desnaturalizados. Un volcán contemplaba la escena a lo lejos. Recordó las olas, que es lo que más le había gustado del dibujo. Si se miraba con detenimiento se podía apreciar que cada ola contenía, de alguna manera, como otra ola dentro. La espuma blanca contenía decenas de pequeñas olas que a su vez contenían decenas de otras pequeñas olas. Son fractales, se dijo, estructuras cuya geometría se contiene a sí misma repitiéndose en distintas escalas, cada vez más y más pequeñas. Recordó haber leído que los fractales están presentes en muchas formas de la naturaleza. Y de los sentimientos, pensó con un sobresalto. Esa imagen de las olas y de sus formas fractales le hizo ver algo nuevo en lo que, hasta ese momento, ella no había caído en la cuenta: con el tiempo los recuerdos se van conteniendo en fractales, en recuerdos cada vez más y más pequeños, empujados por recuerdos nuevos, más grandes, que vienen por detrás. Los recuerdos viejos, por así decirlo, siguen manteniendo su misma estructura y su misma geometría sólo que, empujados por el viento del tiempo y los recuerdos nuevos, avanzan y cambian de escala haciéndose cada vez más pequeños. Hasta que resultan desapercibidos. Y como no van a perder sus propiedades ni su geometría, sólamente volverán a nosotros si queremos verlos con lupa. Pero sólo si queremos. Le pareció coherente esa nueva perspectiva de las cosas. Puede encajar, se dijo, nunca nada queda queda atrás, es cierto, pero aún llevando con nosotros nuestros recuerdos, podemos reducirlos de escala y superarlos, y esta idea le animó a meterse completamente en el agua. Se alegró de estar desnuda. No tengo sitio para meter ninguna lupa ni quiero llevarla. Estaba sonriendo.

Se preguntó porqué no había visto eso con claridad hasta ese día. Será porque hoy hay una luz especial, se dijo. De manera inconsciente sus ojos buscaban algo y, ahora sí, no tardó en verlo. Estaba arriba, en el cielo. Se dio cuenta de cuánto tiempo hacía que no se sentía tan plenamente bañada por sus rayos. De repente la espuma dejó de punzarle y comenzó a degustar su sabor salado. El agua ya no parecía estar tan fría y ella se sintió como un elemento más de aquel conjunto, una pequeña ola más contenida dentro de las olas más grandes. Se imaginó su propia piel salada y morena, y se gustó a sí misma. Se dijo que era normal que los antiguos sacaran leyendas y misterios de donde sólo se podían sacar leyendas y misterios. Pensó divertida en que esa noche, cuando llegase a casa y se sentase en frente del ordenador, se haría «Fan del Sol» en Facebook. Seguro que alguien ya ha creado ese Grupo, pensó. Después fantaseó con las leyendas y misterios que a lo largo de la historia se habrían escrito sobre él. Recordó por ejemplo que los griegos lo habían llamado Helios, qué bonito nombre se dijo, y que era imaginado como un hermoso dios coronado con una aureola brillante que conducía un carro por el cielo cada día hasta el océano. Y ese pensamiento hizo que acto seguido se reprochase a sí misma la frivolidad y la pobreza de su homenaje cibernético. Poco hemos avanzado con respecto a los antiguos, se recordó.

Con una alegría y unas energías desconocidas en ella, saltaba las olas como un delfín mientras avanzaba al frente, siguiendo al sol. Su cuerpo brillante rivalizaba en belleza con la espuma de las olas. Y de repente se dio cuenta de que le embargaba la melancolía. Pero no la melancolía como la alegría de estar triste, sino como un mecanismo natural en ella pero con un nuevo significado. Era una sensación rara, nunca antes le había sucedido. Era la plena consciencia de que estaba dejando algo atrás, de que se abría un nuevo horizonte. Mientras se sumergía en las aguas se sintió libre, liberada, pero al mismo tiempo vacía; por eso su naturaleza le hacía llenar ese vacío con melancolía. No podía ser de otra forma. No estoy triste, se decía, todo lo contrario. El futuro es incierto y llenaré ese vacío con melancolía hasta que se llene de lo nuevo que tenga que venir.  Miraba hacia adelante y el mar ya no era una visión de un azul apabullante y la línea del mar al horizonte parecía incluso poder abarcarse. Miró arriba y vio al sol. Voy a seguirlo, se dijo, mientras no dejaba de reírse con una risa que no sabía de donde venía. Voy a seguir el camino que el dios Helios marca con su carro por el cielo hasta el final del océano.

Se zambulló nuevamente en el mar mientras el viento empujaba las olas que pasaban por encima de ella.

Ademar de Alemcastre