Por Laura López

Veinte años como profesor avalan a este historiador español, doctor en Historia por la Universidad de Oviedo. Enrique Moradiellos ha sido profesor de la Universidad de Londres, de la Complutense de Madrid y de Extremadura, trabajo que compagina con la investigación histórica. Una investigación que ha plasmado en más de veinte publicaciones, entre las que destacan los temas de la Guerra Civil. Conocedor y amante de la Historia, nos ha hecho un hecho entre examen y examen para hacer un repaso de su vida como profesor y de nuestra Historia más reciente.

– ¿Por qué se interesó por la Historia?

En realidad, no sabría dar una respuesta que fuera clara, precisa y cierta. Siempre me interesaron los temas y personajes históricos y recuerdo que de niño jugaba con figuras de romanos y egipcios más que con figuras de indios y vaqueros. Luego, ya en la adolescencia, viví muy directamente la atmósfera de la transición política desde la dictadura franquista a la democracia. Y aquella época me reveló algo evidente para un historiador: que las fórmulas políticas existentes, aunque parecieran «naturales» e inamovibles, no eran eternas y podían variar como resultado de la presión de masas, de la voluntad de reforma, de la inadaptación a las estructuras sociales, de su anacronismo respecto a los valores culturales dominantes. Por decirlo así, el proceso de la transición me enseñó mucho más sobre cambios, fuerzas, estrategias, tácticas, luchas y acuerdos que la lectura de libros en solitario y ajeno a los aires de este mundo. Así se confirmó una vocación de estudio de la historia que intuyo que estaba plantada desde antes aun en forma embrionaria.

– ¿Cuál ha sido su mejor y peor momento como profesor?

Por lo que hace al mejor momento, yo creo que fue mi primer año como profesor en la Universidad de Londres, allá por 1990-1991. Era también mi primer año de docencia reglada como pleno y único responsable de una asignatura y tenía ese entusiasmo algo ingenuo que da la inexperiencia y el iniciar una tarea nueva y casi desconocida. Así que tuve que ponerme las pilas y trabajar en cada clase un promedio de más de diez horas en conjunto. Fue agotador pero muy reconfortante, sobre todo por el añadido de la dificultad idiomática. Me sirvió de lección para el futuro: siempre había que preparar bien las clases porque uno nunca está seguro de lo podía demandar la audiencia y no cabía aparecer como un ignorante pleno de la materia.

En cuanto al peor momento, tengo presentes varios. En el primer caso, recuerdo un grupo que me planteó un conflicto mitad absurdo, mitad sintomático. Los estudiantes querían que yo les diera un manual único de la asignatura para seguir la materia por el mismo y poder preparar el examen final con tranquilidad y seguridad; y yo quería que utilizaran varios manuales complementarios para ver distintos puntos de vista. No fue fácil llegar a un acuerdo de mínimos y la desconfianza mutua sobrevoló siempre entre nosotros durante aquel curso. En el segundo caso, después de un curso relativamente tranquilo y nada conflictivo con un grupo de estudiantes, me sorprendió muy desagradablemente descubrir en los exámenes a algunos alumnos que copiaban o trataban de copiar por medios muy novedosos. Me apenó mucho que perdieran el tiempo tratando de engañar y hacer fraude cuando era más fácil, fructífero y útil estudiar y preparar la materia con su propio esfuerzo y dedicación.

– ¿Y cómo alumno?

En general, guardo muy buen recuerdo de mi época de estudiante en la universidad. No podría decir otra cosa sin faltar a la verdad. Tuve bastantes buenos profesores, unos más que otros, desde luego, pero sin grandes desastres que mencionar. Y tuve también bastantes compañeros que llegaron a ser mis amigos y todavía lo son. Si acaso, recuerdo con algo de pena que a veces recibía calificaciones muy buenas en asignaturas que no eran precisamente mis preferidas y tenía menos nota en asignaturas a las que había dedicado mucho tiempo y atención. Por ejemplo, recuerdo que mi nota en la asignatura de Historia Contemporánea Universal no fue nada especial, aun cuando la había trabajado muy a fondo y con verdadera pasión. Supongo que el profesor entonces encargado de la materia no supo verlo o yo no supe transmitirlo. Vaya usted a saber.

– Desde su punto de vista, ¿qué le falta a la Universidad, cómo se podría mejorar?

Si pudiera responder a esa pregunta de modo acertado, escueto y abierto, probablemente también podría presentarme a las elecciones a rector de mi universidad. Pero no tengo tal respuesta y dudo mucho que pueda darse una que sea a la vez acertada, clara y sencilla. Sí diré que no creo que sea una cuestión de falta de fondos económicos o estructurales (al menos en las universidades que conozco). Más bien es una cuestión de calidad de profesorado y calidad del alumnado. Sé que lo que pienso y digo no siempre es popular entre mis colegas y alumnos, pero los datos están a la vista y son bien visibles para quien desee verlos: tenemos unas universidades que apenas cuentan en el ranking europeo; tenemos un sistema de cooptación endogámica del profesorado que da pena y no resiste la comparación con otros países líderes; y tenemos un alumnado bastante poco preparado y, lo que es peor, no siempre vocacional y decidido a hacer algo tan simple como es estudiar un mínimo de cuatro o cinco horas diarias al margen del horario de clases. Mientras esos problemas de conciencia y cultura cívica universitaria subsistan, dudo mucho que mejore nuestro sistema universitario. Y lo lamento mucho porque creo que un buen sistema universitario público es crucial para el futuro del país.

– ¿Está bajando el interés del alumnado por la Historia o se mantiene el número de alumnos?

A juzgar por los datos existentes, desde hace varios años hay un descenso notable y consistente del número de alumnos matriculados en las titulaciones de Historia en toda España, aunque en unas zonas más que en otras. Pero supongo que hay que contar con varios factores para interpretar el hecho: hay menos jóvenes en nuestra estructura social; hay más carreras alternativas que cursar en el campo de humanidades; hay menos puestos de trabajo en la docencia en institutos; hay menos becas para investigar, etc. El resultado sería que la carrera ofrece menos interés profesional aunque siga reteniendo el interés intelectual para quienes la cursan por vocación. Yo creo que llegaremos a tener un número de estudiantes de historia homologable a otros países europeos de nuestro entorno: lo que no tenía ni tiene sentido es que haya masas estudiando historia y sin futuro profesional en tanto que faltan estudiantes de materias que sí demanda la vida social y el mercado laboral. Son ajustes comprensibles que quizá vayan demandando la eliminación de titulaciones de historia en solitario por falta de alumnos. Pero la solución está ahí mismo: promover titulaciones compartidas de historia e historia del arte, historia y políticas, historia y periodismo, etc.

– ¿Ha cambiado la tarea del historiador en las últimas décadas?

Sí, por supuesto. Los cambios tecnológicos y, en general, el cambio socio-cultural tan agudizado de los últimos decenios, ha modificado mucho el entorno de trabajo del historiador profesional. Un mero ejemplo: cuando yo hice mi Tesina de Licenciatura en 1985 la escribí con una máquina de escribir electrónica que entonces parecía el último grito frente a las viejas máquinas de escribir. Apenas cuatro años después, cuando terminé mi Tesis de Doctorado, la escribí en un ordenador de IBM que, gracias a su procesador de textos, me permitía guardar copias, introducir cambios, recomponer frases… una maravilla. Y recuerdo una anécdota que da cuenta del cambio que hemos sufrido. Cuando llegué a la Universidad de Londres, un joven colega de mi edad me pidió mi «correo electrónico». Sencillamente, no entendí a qué se refería y supuse que me pedía mi dirección postal o académica o el número de extensión de mi teléfono. No tenía ni idea de que podía ser un «e-mail address». Por lo que respecta al cambio de clima socio-cultural, baste recordar que mi generación nació creyendo que la Unión Soviética y el bloque socialista eran factores históricos inconmovibles y que contempló en apenas dos años la caída del Muro de Berlín y la disolución de la URSS. Esos cambios han dado nuevas perspectivas de análisis al pasado reciente y han fomentado otras actitudes más inquisitivas a la hora de escrutar el pasado reciente o lejano.

Dicho todo esto, hay cosas que no cambian: grandes tecnologías con poca inteligencia dan de sí lo que dan de sí. Esto es: poca cosa. Estudiar reflexivamente, esforzarse por aprender, viajar para conocer otras gentes y otros lugares, mantener la mente abierta, disciplinar el pensamiento mediante lecturas reflexivas, meditar con cierta densidad filosófica, etc., todas estas cosas siguen siendo instrumentos básicos para ejercer bien el oficio de historiador. Y si se falla en ese aspecto humano, la dimensión tecnológica apenas sirve para nada.

– ¿Hasta qué punto el pasado nos ayuda en nuestro presente y futuro?

Somos el fruto decantado de un pasado, como individuos y como integrantes de un grupo. Y lo somos por naturaleza, per se: vivir es envejecer y la conciencia supone que hay un pasado, un detrás, de este tiempo presente que sentimos y percibimos, como hay un futuro, un delante, de esta misma dimensión temporal presentista en la que me hallo, hablo y me comunico. Vivimos inmersos en categorías de todo tipo legadas por el pasado: esta democracia parlamentaria, este sistema autonómico, estas convenciones sociales, estas modas en la indumentaria, este idioma en el que me hablo y hablo con los demás. No las elegimos, las recibimos, las experimentamos, las transformamos de grado o por fuerza.

Hace poco, leyendo un texto sobre el filósofo Jean Paul Sastre, encontré una frase suya que resulta reveladora. Era de 1940, el año de la rendición francesa ante Hitler. Pues bien, en ese contexto, un Sartre al que la historia le había sido indiferente cuando no despreciada, escribió: «La Historia me rodea». No podemos escapar al hecho de que vivimos en circunstancias heredadas del pasado. Pero podemos aprovechar el hecho de conocer esas circunstancias, su génesis, sus razones, para modificarlas o mantenerlas según convenga al individuo o al grupo. Por eso todo el mundo tiene que estudiar algo de historia en su vida escolar.

– La gran parte de los libros que ha escrito tienen que ver con la Guerra Civil o con Franco, ¿qué es lo que le hizo empezar a escribir sobre este tema?

Mis primeros trabajos historiográficos fueron sobre el movimiento obrero minero en Asturias a principios del siglo XX, en la etapa de la Restauración borbónica. Fue un modo de empezar a investigar sobre fuentes primarias inéditas pero bien accesibles y limitadas, experimentando así los primeros pasos en el oficio de historiador. Pero muy pronto supe que mi horizonte vital y profesional no podía quedar circunscrito a esa historia regional y socio-económica, porque me resultaba algo cansina, poco inspiradora e historiográficamente de relativa importancia. Mi interés estaba ya centrado en lo que entendía y entiendo que era la gran peculiaridad de la historia española contemporánea en el contexto continental y mundial: la guerra civil de 1936-1939. Ése era el auténtico filón historiográfico español de interés y resonancia internacional: ¿cómo fue posible tal conflicto singular y de tanta transcendencia exterior? ¿a qué se debió esa contienda fratricida que provocó tal interés en Europa y en el mundo y que tuvo tantas y tan decisivas dimensiones internacionales? Y por eso decidí que mi tesis doctoral y mi investigación histórica deberían centrarse en ese campo y periodo. Dentro del mismo, por razones de facilidad idiomática y de interés personal y profesional, el gran asunto que parecía requerir una respuesta nueva era la razón de la actitud de las grandes democracias occidentales hacia la República. ¿Por qué practicaron una política de no Intervención? ¿Por qué decidieron tolerar la ayuda italo-germana a Franco a sabiendas de que ello significaba muy probablemente una derrota final de la República? Así surgió la idea de estudiar la política británica de No Intervención durante la guerra, basándose en la premisa incontestada de que el gobierno británico había sido el eje crucial de la No Intervención, era el elemento dominante en la entente franco-británica y existía una documentación oficial sobre sus decisiones y apreciaciones que estaba casi recién liberada en los archivos del gabinete y del Foreign Office. Por eso empecé a estudiar ese tema, que además tenía la enorme ventaja de hacerme vivir y residir en otro país durante un tiempo prolongado.

– ¿La Guerra Civil Española es un tema sobreexplotado en nuestro país o aún quedan vueltas de tuerca que darle?

A veces creo que la historia española contemporánea podría ser periodizada de una manera trinitaria: antes de la guerra; la guerra; después de la guerra. Hasta ese punto fue la contienda determinante para las generaciones españolas que la sufrieron, bien siendo ancianos o bien siendo niños. Por eso mismo, no cabe hablar de sobreexplotación de esa materia: es tan importante, compleja y polifacética que seguirá requiriendo respuestas y planteando interrogantes durante muchos más años del porvenir. Y claro que cabe seguir dándole vueltas de tuerca. Van apareciendo nuevas fuentes informativas antes inéditas (los archivos exsoviéticos son una mina todavía por explotar) y las novedades del presente ofrecen perspectivas para interrogar al pasado desde otros puntos de mira y observación. La escritura de la historia es un proceso abierto y nunca terminado: es como tejer el manto de Penépole para Ulises, una labor de avances y retrocesos interminable y donde lo importante no es el fin del trayecto sino el viaje, como la búsqueda de Ítaca.

– También ha escrito diversos libros sobre Negrín, ¿qué le hizo empezar a estudiar y revisar a este personaje histórico?

Negrín es una figura histórica de primer orden para la España contemporánea. Y, sin embargo, no solía aparecer demasiado en los textos sobre la guerra civil, eclipsado por la sombra imponente de Azaña, Prieto, Largo Caballero, Besteiro o La Pasionaria. Incluso tras el final del franquismo, cuando todos los demás protagonistas recibían su cuota de homenaje y recuperación pública o historiográfica, Negrín destacaba por su ausencia y soledad. Al comenzar mis investigaciones, lo primero que me sorprendió de Negrín es que, durante la guerra, en los documentos de la época, su presencia era abrumadora. Llegó a representar, dentro y fuera de España, la voluntad de resistencia de la República durante la mayor parte de la guerra civil. A título de ejemplo, los representantes diplomáticos británicos y sus agentes del servicio secreto lo consideraban un gran hombre, un verdadero estadista, a veces lo califican de «el Churchill español». Y, sin embargo, ya desde el final de la guerra, Negrín era el objeto compartido del odio y el resentimiento común de sus enemigos franquistas y de muchos de sus supuestos correligionarios republicanos. Esa anomalía exigía respuestas, planteaba interrogantes. Por eso me decidí a emprender la aventura de su biografía. Al final, la cosa salió mucho mejor de lo que yo mismo esperaba, en gran medida porque los herederos y legatarios del doctor Negrín tuvieron la generosidad de dejarme utilizar su archivo personal casi sin ninguna restricción. Y el material existente era tan abundante, rico y variado que permitía una primera aproximación biográfica a la figura del doctor Negrín novedosa. No creo que haya escrito su biografía «definitiva», si tal adjetivo tiene algún sentido en una obra histórica, pero estoy contento con el resultado y creo que, al menos, el espantajo maniqueo creado por el enemigo franquista y los enemigos republicanos ya no resiste el más mínimo análisis.

– Como historiador, ¿cree que con la Ley de la Memoria Histórica está habiendo una revisión o es simplemente una cuestión más política?

Aunque sea casi inútil, quiero dejar constancia de mi rechazo profesional al uso del término «Memoria Histórica» en singular y en mayúscula. No hay tal cosa. Hay «memorias» subjetivas sobre el pasado histórico que son siempre plurales y en minúscula porque cada uno recuerda lo que vivió en primera persona o lo que otras le han contado sobre el pretérito. La Historia, como conocimiento riguroso, surge de la criba de esos testimonios en conflicto y del cotejo de los mismos con la documentación material persistente. Dicho esto, creo que ese pseudo-concepto evoca un conflicto de lecturas interpretativas sobre la guerra civil virtualmente insoluble porque la contienda escindió al país en dos bandos, provocó una hemorragia de sangre de víctimas en ambas retaguardias y sus heridas quedaron oficializadas por un régimen basado en la división entre vencedores y vencidos que duró cuarenta años. Con un resultado final que hace tiempo ha empezado a ser cuestionado por los nietos y bisnietos de la generación que hizo la guerra. Los familiares de unas víctimas tuvieron la fortuna de ver sus cadáveres recuperados, honrados sus lugares de reposo y gratificados sus deudos y herederos. Otros familiares de víctimas, tuvieron que sufrir el oprobio de la vergüenza, hubieron de renunciar a recuperar sus cadáveres de las fosas comunes y carecieron de cualquier amparo oficial para sus deudos. Compensar esas situaciones, como intentaba hacer la famosa Ley, no debería reabrir las viejas heridas, sino que debería contribuir a cicatrizarlas definitivamente. Pero es competencia de los agentes sociales y políticos que sea así y no de otro modo. Al fin y al cabo, hubo víctimas y hubo verdugos en ambos bandos, por muy diferentes que fueran la entidad respectiva, y no parece que tratar equitativamente a las víctimas suponga ninguna afrenta para nadie sensato a estas alturas. Sintiéndome optimista, creo que la mencionada Ley incluso pudiera servir para terminar de una vez por todas con la anomalía evidente que significa la existencia de fosas comunes con cadáveres de la guerra civil. ¿Alguien con sentido común (no ya político) podría negar a los familiares de los represaliados el derecho a localizar los cuerpos de sus antepasados? ¿Acaso enterrar dignamente a los últimos muertos de la guerra no sería la mejor manera de cerrar simbólicamente una página trágica y traumática de la historia española?

– ¿Qué cuestiones cree que necesitan una mayor revisión histórica?

Si hablamos sólo de historia contemporánea española, hay muchísimos asuntos y temas dignos de «re-visión» en el mejor sentido de la palabra: la propia existencia de la guerra civil, los éxitos o fracasos de República, la bases sociales y culturales de la dictadura, el carácter inevitable o contingente de la transición, por no ir al siglo XIX y plantearnos qué pasó con la desamortización y la desvinculación, por qué no duraron las constituciones de 1837 o 1869, qué significó de verdad la restauración, hasta qué punto hubo necesidad de ir a la guerra en Cuba o tenía margen de éxito la reforma colonial, por qué arraigó tanto el anarquismo y no tanto el socialismo… El catálogo es inmenso, como la propia materia de la que se ocupa. Siempre hay que revisar la historia, es parte del modus operandi de la disciplina. Conste que uso el término «revisión» en su sentido estricto y pertinente. Las ‘revisiones’ de la Historia son legítimas e, incluso, necesarias y numerosas ‘revisiones’ son hoy en día adquisiciones historiográficas generalmente aceptadas.

– Ha escrito sobre cómo se ha visto a España desde el extranjero, ¿qué es lo que más le sorprendió?

Pues lo más sorprendente es la vitalidad y longevidad que tienen algunos estereotipos cuando están bien definidos y son gravados a fuego con éxito en la cultura cívica y simbólica de muchas sociedades, por las razones que sean y por los contextos que sean. Esa asociación de España con el sol, la violencia, la individualidad, el orgullo propio, la falta de sentido práctica, etc., al modo de un Don Quijote, es un nexo casi indestructible una vez anudado y popularizado. Cabría decir, con Einstein, que es más fácil desintegrar un átomo que desintegrar un prejuicio bien arraigado. A veces, afortunadamente, los prejuicios y estereotipos son fructíferos, nada hostiles y bien pensantes. Y menos mal. En todo caso, creo que esta temática de las imágenes de España desde fuera es una de las más apasionantes que he transitado como materia historiográfica. Obliga a una continua atención a aspectos literarios, simbólicos, culturales, filosóficos que hace de la labor de investigación y escritura histórica una aventura inacabable y llena de sorpresas.